Ilustración: El viento que mueve la casa-Técnica mixta.
Texto e Ilustración: Jesús Adair Ovando Martínez.
Era casi la medianoche. A lo lejos, la voz de una conductora de televisión explicaba las virtudes del bodyshaker. Tumbado en el sofá, junto a la ventana, apenas prestaba atención a las supuestas maravillas de aquel aparato que prometía una figura esbelta.
El sueño casi me vencía cuando un ruido extraño, inusual, parecido al rodar lejano de una avalancha que parecía venir del cielo, me alertó. Casi al mismo tiempo, un movimiento violento sacudió la casa y me arrancó de golpe de mi somnolencia. Reconocí de inmediato que se trataba de un sismo, uno de gran intensidad.
Como un resorte me incorporé y corrí hacia la habitación de mi pequeño hijo, quien estaba profundamente dormido. Mientras mi voz se alzaba para alertar a mi familia. Las piernas me temblaban del miedo.
Mark Twain escribió que “la valentía no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de actuar a pesar de él”. Sin embargo, en esos instantes mi valor se tambaleaba igual que las paredes de la casa.
Una sacudida breve bastó para despertar a mi hijo. Medio dormido, con rostro confundido, no alcanzaba a comprender lo que sucedía. Con el corazón a punto de estallar, avancé hacia el pasillo que comunica con el patio de servicio. El trayecto, que parecía interminable, se llenaba de su frágil voz preguntándome qué pasaba. Apenas podía escucharle: toda mi atención estaba puesta en salir de ahí. De reojo alcancé a ver a mi esposa y a mi hija siguiendo nuestros pasos.
En la última puerta, la que comunica con el exterior, me quedé pasmado intentando abrirla con la única mano libre que me quedaba. Había soltado el cerrojo principal, pero con la desesperación olvidaba un pasador más. Fue la mano firme de alguien detrás la que, con ímpetu, destrabó el seguro. Entonces, por fin, alcanzamos la calle y nos reunimos en un punto seguro sobre la acera. El suelo aún se movía, aunque con menor intensidad; los postes, árboles y casas cercanas oscilaban levemente. Yo me sentía mareado, como si la tierra aún insistiera en balancearse; miraba el cielo oscuro buscando una señal que me indicara que todo había terminado. La respuesta llegó en forma de una tensa calma que nos encontró a los cuatro abrazados, temblando todavía de miedo, pero agradecidos de estar ilesos.
Enseguida notamos a los vecinos en la calle, igual de sorprendidos. Por fortuna, en nuestra zona no hubo corte de energía eléctrica; de haber ocurrido, la salida habría sido mucho más angustiante.
Permanecimos algunos minutos afuera, esperando réplicas que no llegaron con fuerza. Al volver a casa, revisé de forma rápida que no hubiera daños visibles en la vivienda, (fisuras o cuarteaduras en las paredes) aparentemente todo estaba en orden. Luego traté de comunicarme vía telefónica con mis papás, pero como era de esperarse en estos casos, no había servicio de redes telefónicas. Sólo mediante WhatsApp pude confirmar que estaban bien, No obstante, habían tenido el susto de su vida. En la conversación mi mamá me comentó que desde que tenía uso de razón, jamás había sentido un temblor de tal magnitud. Y en efecto, los conductores estelares de las principales televisoras nacionales entraron al aire a la brevedad posible, solo hasta entonces supimos que el reciente terremoto había tenido una intensidad de 8.4 grados en la escala de Richter, el más fuerte registrado en el país en los últimos 100 años (más fuerte incluso que el de 1985, que fue de 8.1). Ocurrió a las 23:49 horas del 7 de septiembre de 2017 y duró más de un minuto, lo cual es inusualmente largo para un sismo.
Esa madrugada nos fuimos a la cama intranquilos. Antes de dormir, mi hijo me preguntó con ingenuidad y preocupación si “el viento volvería a mover la casa mientras dormíamos”. Su inocente interpretación del suceso me conmovió profundamente. Traté de darle una respuesta que lo tranquilizara, lo abracé y le aseguré que, si volvía a suceder, yo estaría ahí para cuidarlo. Por fortuna, las primeras horas de la mañana de ese día transcurrieron en calma.
En el recuento de los daños de los días subsecuentes ya con datos mas específicos, el Sismológico Nacional precisó que la intensidad había sido de 8.2 grados en la escala de Richter. El epicentro se ubicó en el Golfo de Tehuantepec, frente a las costas de Chiapas, a unos 133 km al suroeste de Pijijiapan.
El impacto negativo del fenomeno fue devastador: Chiapas, Oaxaca y Tabasco sufrieron decenas de muertes y miles de casas colapsaron, especialmente en el Istmo de Tehuantepec. El sureste mexicano quedó marcado para siempre.
Hoy, ocho años después, aunque muchas personas han logrado rehacer su vida, el miedo persiste. Cada vez que suena la alerta sísmica, la memoria regresa con fuerza. También están quienes nunca recuperaron su hogar y otros que jamás volvieron a ver a sus seres queridos.
Inevitablemente, los sismos seguirán ocurriendo. El Pacífico mexicano es una de las zonas más activas del planeta, donde cada día se registran decenas de movimientos de distintas magnitudes. Esa certeza nos recuerda lo frágiles y vulnerables que somos ante la naturaleza. Solo nos queda prepararnos lo mejor posible, fortalecer la prevención y la protección civil, y esperar que en los próximos cien años no vuelva a soplar un “viento tan violento que mueva nuestra casa.”
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