"No camines delante de mí, puede que no te siga.
No camines detrás de mi, puede que no sea un guía.
Solo camina a mi lado y se mi amigo."
Albert Camus
Traté de explicarle que solamente había sido un juego.
Con un movimiento brusco, lo tiró al suelo y lo sujetó por el cuello. Cuando Juan Carlos (mi compañero de primaria) comenzó a llorar, Paco lo liberó del torniquete que le había aplicado a su cuerpo ya inmovilizado por la caída.
El Cuache —como conocíamos a Juan Carlos— se quedó sollozando en el césped, mientras Paco se levantaba, un poco desconcertado por lo sucedido, pero con una mirada que advertía que nunca más debía molestarme.
Dos pensamientos en conflicto me hicieron reflexionar: por una parte, reprobaba la conducta hostil de Paco, que me causaba extrañeza, pues nunca antes había tenido una actitud agresiva con nadie. Sin embargo, me di cuenta que estaba dispuesto a defenderme ante cualquier suceso que pusiera en peligro mi menuda humanidad de apenas diez años.
El origen del incidente debió ser un juego de lucha libre que El Cuache inició apenas llegábamos al campo deportivo El Águila. Me tomó por sorpresa y me derribó. Forcejeamos un poco, pero su cuerpo, mucho más pesado que el mío, terminó por vencerme. He de suponer que aquella acción Paco la interpretó como una auténtica pelea; fue entonces cuando ocurrió su embestida.
Enseguida, los amigos con quienes jugábamos fútbol todas las tardes sugirieron que nos retiráramos del lugar. Juan Carlos tenía un hermano gemelo y seguramente aparecería en cualquier momento para cobrarnos lo acontecido a su hermano. En cuestión de minutos, Paco y yo salimos disparados de ahí y nos dirigimos a mi casa. Durante el trayecto, no mediamos palabra alguna; la culpa y el desasosiego me invadieron, pues tenía la certeza de que habíamos hecho algo malo. Sin duda, al día siguiente el gemelo me buscaría en la escuela y me la cobraría con intereses.
Mientras tanto, ya en casa, sentados en el patio, volví a explicarle que solo había sido un juego. Le dije que nunca más debía reaccionar así.
—¿Por qué? —inquirió Paco con su peculiar forma de hablar. Aún no alcanzaba a comprender totalmente la situación.
—Porque fue una pelea de mentiritas —respondí someramente.
—¿Por qué? —volvió a cuestionar con ingenuidad.
—Porque sí —reprendí, ya molesto.
Su mirada de niño, no obstante su edad, me arrebató una expresión de ternura. Lo abracé y le di suaves palmadas en la espalda como señal de que todo estaría bien. al final de la tarde, tomamos café con pan y olvidamos el tema.
Al día siguiente, esperaba que El Cuache me moliera a golpes. Sin embargo, volvió a sorprenderme: se ocultó detrás del salón de clases y, cuando me vio llegar, entró corriendo, me amarró con sus brazos y, con la sentencia:
—¡Ahora sí me las vas a pagar!
Cerré los ojos esperando el impacto.
Una risotada resonó en todo el salón. Su semblante burlón me confundió.
—Ayer en el campo no pasó nada. Fingí llorar para que tu primo me soltara —dijo todavía mofándose.
—¡Ven, vamos a jugar fut! —añadió. Me dio un tirón en el hombro y salió corriendo perdiéndose entre los demás salones.
Me senté en la banca, esbozando una sonrisa de alivio. A la postre, agradecía que las cosas se hubieran resuelto de esa forma.
Muchos años después nos volvimos a encontrar los tres. Caminaba junto a Paco para no sé qué menesteres, precisamente por la zona de El Águila; Juan Carlos nos reconoció de inmediato, nos saludó, estrechó la mano de Paco y después la mía. Platicamos animadamente sobre cosas triviales, pero ninguno de los dos mencionó aquella anécdota en la que nos vimos involucrados.
Nos despedimos de El Cuache brevemente, luego Paco y yo continuamos caminando, como tantas veces lo hicimos durante mucho tiempo, juntos, como dos entrañables amigos.